Angelo Badalamenti, atmósfera y maldad antes del estruendo metálico




 Se fue el once de diciembre. Se le echaba de menos incluso antes de irse. Sin darnos cuenta, Angelo Badalamenti fue el hombre que siempre estuvo allí. Que siempre nos acompañó y sobrecogió casi a cada paso.

Hace unos días me abordó una idea simple pero tremendamente contundente. Hubo un momento en mi vida, lejano e inocente, en el que pensé que todo en esta vida iba a ser guitarras, ganas de beber hasta caer inconsciente, aventuras en noches eternas y enumeración de relaciones sexuales basadas en el respeto y el sudor. Una época en la que todos los recuerdos apilados pertenecían a un verano mental que iba del uno de enero al treinta y uno de diciembre como si fuera del verano no ocurriesen cosas dignas de ser recordadas.

No obstante, todo verano eterno necesita de la llegada de un crudo invierno para poder ser valorado. Como aquella historia del surfista asturiano, cántabro o vasco que se fue a Tenerife a vivir un año sabático de verano a verano sin ser consciente de que en a esa altura del globo terráqueo no existe otra cosa que un periodo estival a modo de abrazo inacabable. El surfista se hartó para marzo y volvió a casa añorando la hosquedad del otoño y el invierno en el Cantábrico. "Un verano que no se acaba no es un verano", dijo.

Angelo Badalamenti comenzó a dibujar ese lluvioso invierno de colores otoñales un 14 de noviembre de 1990. Aproximadamente un año antes de que descubriésemos "la lluvia de noviembre" en tiempo real. Aproximadamente, un año antes de mi despertar. De mi paso por el pasillo que va de la sobreprotección de la infancia, que en mi caso nunca existió, a esa fantasía previa a la edad adulta que en mi caso fue la pubertad y la adolescencia.



Telecinco hizo lo único bueno que ha hecho a lo largo de toda su historia junto con la emisión de los combates de la era dorada de la World Wrestling Federation: estrenar Twin Peaks. Me temo que de la serie hablaré más adelante ya que siento ese irrefrenable impulso de los buenos tiempos de sumergirme en el intermitente vaivén del cursor sobre una página en blanco. Así que trataré de quedarme en esos créditos de inicio de la serie. En esa propuesta de Lynch/Frost/Badalamenti de mostrarnos un otoño inmortal que navega sobre la onda expansiva surgida del aterrizar de una fría piedra lanzada contra la nostalgia. 

Badalamenti me estaba enseñando otro camino por el que vivir más allá de la franja de Sunset. Un sendero sin tormentas sónicas ni empalizadas de diversión inagotable ahogadas en combinados etílicos. Me mostraba un colchón de ocre hojarasca en el que revolcarse y relamerse. En el que curarse de los reveses que irremediablemente la vida iba a ofrecerme según fuese acercándome a la vida adulta. Lo curioso es que los reveses eran una parte visible y natural del largometraje de mi vida. 

Lynch/Frost/Badalamenti habían enlatado el típico paisaje arratiano de otoño-invierno y lo habían condimentado con una melodía nostálgica para presentar la típica comunidad alejada de la gran ciudad en la que el cielo siempre es azul (en Twin Peaks no mucho), las vallas y las fachadas de las casas siempre son blancas y los jardines lucen un esplendor verdoso. Solo que, como siempre con Lynch, eso que vemos es solo la presentación. La realidad, la no pactada ni aceptada, es la que está bajo las briznas de hierba, enterradas en la tierra, entre lombrices, escarabajos y la muerte del tiempo. 



Un inciso en forma de pregunta, retórica. ¿De dónde sale ese miedo secular del ciudadano cosmopolita occidental a lo que está más allá de las fronteras de su iluminado manto de asfalto? Porque, cosas tan dispares como The Chain Saw Massacre, Twin Peaks o Mare of Easttown nacen de ese miedo, ¿Verdad?. En plan, que sí, que tienen el oxígeno, los árboles, los paseos y el aparcamiento libre pero, vaya, malviven en una abundancia de endogamia, envidia, violencia, ignorancia e incesto que, aparentemente, no existe en las grandes urbes. Seguro que todo esto tiene un nombre. Tendré que investigar.

El once de diciembre nos dijo adiós Angelo Badalamenti. El planeta se acordó de Twin Peaks. Yo, además, en mi clara intención por ser pesado, no podía quitarme de la cabeza Mulholland Drive. Volveré a centrarme aquí en su banda sonora porque seguro que acabaré viendo la película en pocos días... horas... Badalamenti no solo me dio el poder del eco de la nostalgia en los créditos de Twin Peaks con el mágico "Twin Peaks Theme". También me dio el terror atmosférico de "Laura Palmer's Theme" del primer minuto antes del llanto melodramático del siguiente minuto. Y me lo dio antes de que el black o el doom metal llegasen a mi vida. En "Audrey's Dance" descubrí un erotismo y un misterio oscuro que nacía en la inocencia pero que, probablemente, solo acababa en una cabina de dolor sadomasoquista. 

La impredecible locura iba implícita en "Freshly Squeezed", el eco de una noche putrefacta se dibujaba en el noir jazz de "The Bookhouse Boys" antes de devolvernos a la crueldad atmosférica de su cierre y que se desangraba por completo en "Night Life in Twin Peaks". Porque si de algo nos hablaban Lynch/Frost/Badalamenti en todas las capas de Twin Peaks era de la noche. De la oscuridad. De lo que no conocemos. Del morbo. De seguir hacia adelante pagando lo que sea necesario solo por seguir indagando en la miseria humana. Solo eso explica que medio Estado español estuviese esperando el desenlace de Twin Peaks en Telecinco. Porque lo único que realmente importaba era quién había matado a Laura Palmer.



Y bien. Yo ya debía estar esperando Mulholland Drive. Como pensaba en Mulholland Drive cuando todo el mundo corrió a esconderse en los créditos de Twin Peaks tras la muerte de Badalamenti. Es aquí donde quisiera volver a la parte sórdida de "Laura Palmer's Theme" porque es allí donde volaba mi mente cuando quería llorar la figura de alguien que me ha dado tanto como Angelo Badalamenti. Como volaba hacia un engrudo descorazonador, volaba hacia los cuatro minutos y dieciséis segundos de "Mulholland Drive Theme" tras el duelo de "Jitterbug". 

Porque Badalamenti me dio la nostalgia antes de poder imaginar que existía pero, esencialmente, me dio el miedo, la atmósfera, la noche, las puertas de la maldad antes que el estruendo metálico o Dead Can Dance llegase a mi vida. Y me la dio de la misma forma que una buena tarde del verano de 1994 Jeff Buckley, gracias Vanessa, me mostrase la sensibilidad. O de la misma forma que Tori Amos me miró frente al espejo y me dijo: no te lo creas, el mundo no es lo que ves ni lo que quieren que veas. Haz tu mundo tú mismo. 

Supongo que por eso, por todo eso, corrí a escuchar la banda sonora de Mulholland Drive y no la de Twin Peaks de la misma forma que voy a ver, por enésima vez, primero la película de la primera que la serie de la segunda. También creo que es por todo eso, por Badalamenti, Buckley y Tori, que mientras he escrito este texto, he escuchado "De Todas las Flores", de Natalia Lafourcade, y "The Line Is A Curve", de Kae Tempest, y me he lamentado por no incluir ambos discos entre lo mejor del año. Adios Angelo. Me gustaría despedirte como Natalia despide a Nicolas.




 


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