Sentirse vivo (3) 25 años.



En el preciso momento en el que empieza el disco una extraña sensación le recorre el cuerpo. Él la mira y siente que, pese a todo, pese a todo el tiempo y todas las experiencias compartidas a lo largo de los últimos tres años, no la conoce. Siente que ella, quizá sin proponérselo ninguno de los dos, le ha robado el tiempo. Que lo detiene y lo pone en marcha a su antojo sin necesariamente tener una intención o un objetivo. Ella vive al margen de todo eso. Él sufre por dentro y aparenta la misma naturalidad por fuera. Todavía no ha aprendido que no puede pedirle a los demás que piensen tanto y tan rápido como él. No ha entendido que la gente vive al ritmo del paso del tiempo de una manera unidireccional. Él, sin embargo, vive en varias dimensiones a la vez, con varios debates internos activos en cada momento. Esto, en muchas ocasiones, lo llevará a vivir vergonzosos malentendidos por darlo todo por entendido y sabido. Aunque, probablemente, también lo apartará de muchas personas por no atreverse a preguntarse si lo que él percibe es real o no. Se puede decir que ni en este momento entiende que un equilibrio es necesario, ni cuando entienda que es necesario sabrá compensar sus sensaciones para alcanzarlo. Bailará alrededor del resto de forma que todos crean que baila pero simplemente será una partícula de polvo reproduciendo la trayectoria esperada por la física. Sabrá que el equilibrio que necesita le queda muy lejos pero se contentará con que todos piensen que es equilibrado.  


El último haz de luz de una tarde de fin de otoño rebota en las paredes de la habitación de ella, que está sentada frente al escritorio de ella. Un furtivo examen de matemáticas, una calculadora, una lámpara de estudio, un cuaderno y un bolígrafo rojo se apoyan sobre la superficie de madera. Su mano derecha soporta un bolígrafo azul que escribe letras y números a borbotones intermitentes. Como si la circulación de agua potable llegase con dificultades a su objetivo y uno tuviese que sujetar el vaso bajo el grifo sin saber si mantenerlo un segundo más o retirarlo para evitar el riesgo, menor, de desborde…  

 

El esta sentado en la cama de ella porque están en el dormitorio de ella, bajo un armario en forma de puente, con dos compartimentos a los lados y otros más pequeños conformando el techo de una vivienda forzada. Soy un vagabundo que aspira a dormir debajo de este puente algún día, piensa consciente de que su mente articula una metáfora un tanto vulgar. No necesita ese puente, en realidad. Le vale con cualquier otro siempre y cuando ella también esté allí. Desconoce que no lo hará nunca. Se tocarán muchas veces, se penetrarán muchas veces, en numerosas ocasiones uno estará dentro del otro, física y mentalmente, por diferentes vías y producto de diferentes situaciones, pero jamás dormirán en la misma cama pensando que dormir en la misma cama forma parte de un proyecto común que se asienta en el presente para mirar al futuro.  

 





Él tiene el cuaderno apoyado en las rodillas y el boli entre los dedos. El índice y el meñique por encima, el corazón y el anular por debajo. Los cinco ejercicios que conforman su examen están terminados. No simplemente completados, como terminará haciendo ella porque las matemáticas le son un lenguaje alejado y distante. Terminados. Con los resultados correctos cercados en un rectángulo trazado a medida y con dos comas cerrando el ritual a la derecha del mismo. Ella simplemente los completará, hará dos bien y tres mal y su estado anímico será el de siempre ante un examen de matemáticas. Eso pese a haber conseguido un clon de la prueba de una alumna del mismo instituto que ya está en la universidad. Esta profesora de matemáticas no cambia los exámenes, repite los mecanismos cambiando los números. Mismos enunciados, mismo orden, diferentes cifras. Es terriblemente buena impartiendo, ellos no lo saben pero será una de las dos o tres mejores profesoras de su vida, pero terriblemente vaga a la hora de confeccionar sus instrumentos de medición. Probablemente no sea más que el fruto de la alineación laboral. Controlar tu trabajo de tal manera que acabe por desmotivarte tanto que simplemente con cumplir, puedas cobrar y sentarte en tu sofá después de la jornada laboral. 

 

A ella, que apenas ha terminado el segundo ejercicio que culminará de forma errónea, el primero es correcto y el quinto también lo ejecutará con precisión, la luz la enfoca desde la derecha de una forma hipnótica. Su preciosa melena rojiza, enredada en un moño rústico en su nuca, su puntiaguda nariz tallada en mármol de Florencia, sus brillantes ojos azules, la manera en la que mordisquea el tapón de su boli, su forma de mover convulsamente sus tobillos, el arqueo de su espalda cuando se queda atascada en un paso matemático hacia una resolución confundida. Todo lo hace sobrecogerse al margen del resto del planeta tierra. Nadie lo sabe. Nadie lo sospechará nunca salvo una persona. Ni siquiera ella estará dispuesta a darse cuenta de la emoción con la que la mira. Ella pensará que lo que los demás llaman destino y ella entiende como inercia es lo único que los empuja a tropezar juntos una y otra vez a lo largo de los años.

 

Por fin empieza “Champagne Supernova”. Se compró aquel disco solo porque le gustaba a ella. Él en el fondo no lo soporta porque, es consciente y partícipe del estúpido juego que se trae entre manos pero no le pone, nunca le pondrá, freno, le pesa demasiado la arrogancia de la prensa musical inglesa y el continuismo comparsero de buena parte del resto de la crítica. Cree que por culpa de Oasis la gente se ha perdido a otras bandas. Que por culpa de Radiohead nadie ha prestado atención a dEUS. Se niega a pensar en Blur como en una banda seria. Si recuerda las cosas que dejó atrás en aquella tienda de discos se le sigue encogiendo el alma. Pero en el fondo, como ocurre con otras tantas cosas, está dispuesto a aceptar en algún estrato lejano de sus pensamientos totalmente apartado del mundo que “Champagne Supernova” es una de esas canciones que a él le maravillan. Larga, tensa, rica en guitarras, épica y algo retorcida en lo compositivo. Nunca dirá esto en público hasta que dentro de 25 años escriba estas líneas como nunca reconocerá que dentro de 20 años en una lluviosa y fría tarde-noche de noviembre entrará a una tienda de discos y comprará la versión de lujo y remasterizada de este mismo disco, lo escuchará completo aguantando el llanto hasta que ya no pudiese controlarlo con “Talk Tonight”, un precioso tema acústico que él no ha escuchado nunca y que supone el primer corte del disco que el entiende como el cajón olvidado de los descartes del lanzamiento original. Cosas de una industria que en otoño de 1995 le quedan tremendamente lejanas. 





 

Por fin empieza “Champagne Supernova” porque por fin termina “(What’s the Story) Morning Glory?”. En cuanto termina él pregunta si le importa que ponga otro disco a lo que ella ensimismada en su errática concentración matemática responde que claro, el que quieras. El simula, dando vueltas a la estantería que cuelga de la pared opuesta a la de la ventana donde se sienta ella, que no sabe qué poner. Pero lo sabe perfectamente. Coge un CD con una portada que parece sacada de un cuento infantil del siglo pasado, lo abre e introduce el primero de los dos discos, el rosado, el que tiene escrito una leyenda que dice desde el amanecer hasta el anochecer en el reproductor. Pulsa el play en el aparato y corre a sentarse de nuevo en la cama de ella. Comienza a sonar un piano triste acompañado de diferentes sintetizadores y de algún instrumento de cuerda que no sabe si es real o es simplemente otro arreglo realizado mediante otro sintetizador. 

 

Él la mira. Mira su espalda. Su fular con diferentes tonos de azul y blanco como si se tratase de una traslación de sus ojos a un tejido ordinario. Su melena de fuego recogida en un nudo. Su respiración. Su traqueteo. Su vaivén. La mira con algo que con el tiempo acabará por entender que es pasión. La misma que le dedica todas las cosas que quiere menos a su propia vida o a sí mismo. La pequeña introducción a piano titulada “Mellon Collie and the Infinite Sadness” estalla en una vigorosa y acertada composición pop. “Tonight, Tonight” es una obra orquestal que encierra en una misma dimensión cuestiones como la vida o el adiós, la vitalidad juvenil y el paso del tiempo. Es como escuchar una balada a las puertas de un volcán en erupción o una canción de amor en el que la percusión la realizan dos herreros en una forja. Él solo está allí en cuerpo. Su alma está en un pensamiento en el que la abraza y ella lo abraza a él. Lejos. Distante. Su cuerpo yace sobre la cama en la que metafóricamente algún día le gustaría estar y sus defensas están perdidas en algún lugar de la cara oculta de la luna. Solo quiere mirarla y ella solo quiere acabar el cuarto problema del examen de matemáticas que tienen mañana. Sabe que él ha terminado hace un rato pero sabe que es feliz estando allí y pudiendo escuchar música. No sabe que no solo está allí por eso. 

 

De repente la música se convierte en una tormenta de metal pesado. “Jellybelly” y “Zero” son una revisión ruidosa, más todavía, y enfocada al público adolescente, si alguna vez dejó de ser así, del legado de Led Zeppelin o Black Sabbath. Aunque esto seguro que nadie lo verá, se dice a sí mismo, porque la gente estará escuchando Oasis. Jamás olvidará el día en el que él se compró el disco de Oasis que no quería comprarse y ella apareció con aquel disco de Smashing Pumpkins y el “Super 8” de Los Planetas. El quería el disco de los de Chicago tanto como ignoraba e ignorará toda su vida el de los granadinos. Pensó, lo piensa ahora mientras la mira y disfruta respirando el mismo aire que ella, que aquello era una especie de bendición, de golpe de buena suerte imposible de evaluar. Tras el rock entrecortado de “Here is no Why” llega la banda sonora de la banda sonora. La fotografía del álbum. La tesis de la obra. El mundo es un vampiro enviado para desangrarte. Aunque ya lo apuntaban en diferentes momentos del maravilloso “Siamese Dream”, en su tercer disco Smashing Pumpkins afrontan frontalmente esa jaula emocional que supone ser adolescente ya sea de 15 o de 25 años. A pesar de toda mi rabia sigo siendo una rata en una jaula. En su corazón, no dejará de serlo nunca. 

 

Billy Corgan y los suyos, así lo siente mientras mira su melena roja y ella empieza a terminar su ensayo de examen en que no pasará del cuatro, cautivan en un simple guitarrazo la esencia de todo lo que querían decir y de todo lo que él quiere que digan. De igual forma que este último rayo de sol se oculta por el oeste rebotando en la ventana encendiendo su pelo, sumiendo ya sus ojos y su olor en una penumbra que solo se solucionará cuando enrede por completo aquella demo de matemáticas, de igual forma que esta escena le aporta combustible para seguir respirando, Smashing Pumpkins reducen el pervertido concepto, la supuesta energía, el prevaricado amargor, el artificial descontento, el diseñado relato emocional, a un sonido de guitarra distorsionado en exceso pero con un acierto insultante.           





Ese sonido de guitarra se convertirá en el futuro en la banda sonora de su vida. Ocurrirá sin darse cuenta porque él, ahora mismo, piensa que ese disco es ella y que ella es ese disco y, por estúpido que parezca, no relaciona nada de eso directamente con él. No acierta a ver que eso lo convertirá algún día en lo que será hasta el punto de que escuchar un fuzz similar lo hará querer arrojarse por una ventana por no estar dispuesto a sentir o a recordar o a ambas cosas. Un sonido de guitarra que le condicionará la vida y que lo someterá a presiones y a decisiones importantes que él, ahora, claro está, desconoce. Pero es algo que hay que abordar necesariamente por el bien de este momento y esta narración. Porque dentro de, por lo menos, veinticinco años, le llevará varios meses decidir si el tercer capítulo de su primera novela, que años más tarde se convertirá en el primer capítulo de una serie de televisión, terminará cuando suene una canción de Smashing Pumpkins. La cuestión es, qué canción de Smashing Pumpkins

 

Es lo que piensa ahora mismo mientras suena “Fuck you (an ode to no one)” que, curiosamente, solo figura así en el interior del libreto del CD. En el dorso del estuche la canción pasa a titularse como en el subtítulo. Él respira hondo y se pregunta algo estúpido: “¿Qué canción de Smashing Pumpkins podría evitar el suicidio de una persona?”. Es este el tipo de pensamientos que, acertadamente, jamás sacará a relucir en una conversación ni reproducirá en una entrevista de trabajo. En eso se siente muy cercano a Billy Corgan. Cuando Corgan decidió que tenía que dejar de ser músico para ser artista se encerró en un cuarto y en 24 horas salió de allí con una alegre canción sobre el suicidio y una balada sobre abusos sexuales a menores que cambiarían su vida para siempre. Dos temas complicados de enfrentar por culpa de la moral cristiana utilizados como vehículo artístico. Pues bien, el, sin saberlo en este momento, pretendía convertir alguna composición de Corgan en un vehículo para la salvación del alma. Algo tan cristiano como estúpido pero que en su cabeza necesitaba, de alguna forma, un impulso. 

 

Y ya en este preciso instante se debate entre “Today”“Tonight, Tonight” y “Bullet with Butterfly Wings”. La primera porque, además de ser una alegre canción sobre el suicidio hace referencia al día de hoy y, cualquier persona que se va a suicidar, lo va a hacer hoy. La segunda porque, por una razón similar a la primera, enfatiza hasta dos veces que algo ocurrirá o ocurre esta noche, esta noche. La tercera porque, simplemente, recoge la tesis del todo. El misterio de todo esto es lo que él desconoce en 1995 que ocurrirá en torno a esa futura novela dentro de tantos y tantos años, cuando él se debatirá entre esas tres canciones para evitar el suicido del protagonista al final del tercer capítulo. 





Ya con la soga al cuello y tras haber calculado matemáticamente qué resistencia tiene que hacer el cáncamo que ha enroscado en la viga que sujetará su peso cuando aparte bajo sus pies la silla que lo suspende por encima del suelo, en el preciso instante en el que el protagonista recuerda partes de su vida como aquella tarde de 1995 en la que escuchaba Oasis y Smashing Pumpkins mientras preparaba un examen de matemáticas junto a ella, en un momento en el que recuerda una interesante conversación sobre música que ha mantenido con una joven nueva vecina en la que ella le ha recomendado Billie Eilish y él Smashing Pumpkins, cuando sus últimas lágrimas brotan de sus ojos, en el piso de arriba, en la habitación de arriba, donde él sospecha que duerme su joven nueva vecina, se empieza a escuchar una canción de Smashing Pumpkins. Rompe a llorar, estira la pierna para golpear la silla y terminar con todo de una vez pero, cuando entra la letra, entrecortado, bañado en saliva y mocos, comienza a cantarla en voz baja. Y se acaba el capítulo. 

 

El debate será intenso en su cabeza, como todos, de cara a la novela. Preguntará a mucha gente a lo largo de varios meses. Cambiará muchas veces de opinión. Escogerá una de las tres por una razón o por otra. De cara a la serie de televisión, no respetarán su elección final pero sí que elegirán una de las otras tres opciones. Mal menor. En una secuencia muy similar a la de la novela, cuando el protagonista estira la pierna para auto practicarse el golpe de gracia, desde el piso de arriba llegan los primeros acordes de “Tonight, Tonight”, el protagonista, en un plano muy corto, resopla y llega el fundido en negro. Le dirán que todo esto es para, de alguna manera, restarle dramatismo y dotar a la narrativa de algo de esperanza aunque sea a través del humor negro. Su contacto en la productora le dirá que “Tonight, Tonight” es la más esperanzadora de las tres. A él le dará igual porque, en el fondo, le dan igual las decisiones de los demás. 

 

Suenan los últimos acordes de “Love”, otra rítmica composición con un magnifico brillo y hedor a descontento juvenil. Casi al mismo tiempo, con el último estertor del brillo de este sol de otoño que mira a los ojos al invierno, ella dice que ha terminado, enciende la lámpara de estudio y se dispone a repasar los cinco ejercicios realizados. El piensa que seguramente no le vaya a dar tiempo a terminar el examen mañana por la mañana. No se lo dará. Hará bien dos de cuatro ejercicios lo que, de alguna forma, será un golpe de suerte en lo emocional porque ella pensará que ha sacado un cinco y esto le servirá para estudiar, con su ayuda, para la recuperación con mayor esperanza de aprobar. Como si fuese a estar escuchando “Tonight, Tonight” durante días enteros.

 

El la sigue mirando porque no ha dejado de hacerlo y porque detendría el mundo si pudiera hacerlo en aquel preciso momento. Claro que, esto, es algo que solo ella puede hacer y ni siquiera controla el proceso ni se da cuenta de que lo hace. Lo hace, se lo hace a él, la vida sigue, nadie se da cuenta. Sabe perfectamente lo que llega y entiende que es lo que lleva esperando toda la tarde sin saber con seguridad que fuese a ocurrir. Dos minutos y cincuenta segundos que nacen en un sonido de arpa, como en una especie de sueño matinal de fin de semana después de despertarse y de pensar que no se va a poder volver a conciliar el sueño. “Cupid de Locke” es una enigmática composición aunque para los más críticos se trata de un relleno bastante burdo. Para él es la captura más bella posible de esta tarde de otoño. Cupido ha retirado el arco de su novia. Él sabe que no es su novia, le gustaría que lo fuera, no sabe que nunca lo será aunque en algunos momentos podrá parecerlo de cara al mundo solo que, el mundo, la gente, no se percatará de nada porque a nadie le importará su forma de debatirse entre el sí y el no habiendo firmado el no de antemano. Así que ten en cuenta a todos los amantes enamorados del sonido. Tu mundo será destrozado con una simple nota producido por la flecha de Cupido que guardas bajo tu abrigo

 

Ella dice que ha terminado. El comienza a levantarse de la cama cuando Billy Corgan deja de cantar y empieza a recitar, dejando su voz en su segundo plano y amortiguando sus palabras bajo el cristalino sonido de arpa. Y en la tierra de los amantes estrellados y los vagabundos de corazón estéril, para siempre perdido en misivas abandonadas y bajo el influjo de Satanás, buscamos lo inescrutable y decimos lo indecible. El se pone de pie, la mira a los ojos, sonríe, le guiña un ojo y le dice en perfecta sincronización con la voz de Corgan: “Our hopes dead gathering dust to dust”.  Voy al baño, añade. Se da la vuelta, de su ojo derecho brota una primera lágrima y de nuevo acompañando a Corgan termina con “In faith, in compassion, and in love”. Para entonces algo se le ha atravesado en la garganta. Esta se le estira ahogando un grito sordo producido por un dolor incomprensible. Alcanza el baño y cierra la puerta tras de sí con el tiempo justo de abrir el grifo y mirarse al espejo. Su rostro está ahogado en un mar de lágrimas incontrolables. No sabe por qué llora. Solo sabe que le gusta llorar a veces y que esas veces no están perfectamente sincronizadas con las del resto de la gente. Al contrario que cuando recita junto a Corgan aquellos versos finales de “Cupid de Locke”





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